domingo, 22 de marzo de 2015

Me sigue un perro cojo, de ojos inteligentes y de cuyo cuerpo se desprende una música que debería de quebrantarme. El camino a tu casa es largo, cruento, gélido y desgarrador. No por la distancia o por cualquiero otra condición. Sino por las cosas que tienen vencer las ganas de ir a verte. Tu pasado, mi familia, mi pasado. No doy excusas. Hay que tomar dos buses, aunque estas relativamente cerca. Llevo mi mochila con algunas cosas, son las 6 de la tarde, llevo ropa, comida, y cualquier otro detalle. Me quedaré dos o tres días contigo. Esto puede que sea lo más parecido a un pequeño paraíso en la tierra. Estar los dos solos en tu casa, sin nadie que nos interrumpa. Encamados, mirando películas, de repente haciendo algo de oficio, cocinando. Dejando que estos días pasen, pero produzcan tanto eco que incluso en el futuro se sientan con intensidad. Sabemos que asi será. Me bajo cuando el bus llega al motel. Vives al final de una vereda que está junto al motel. Subir por esa vereda es casi una aventura. Es como llegar a la casita en el árbol, la casita del bosque. Voy en el autobús, de noche. Me sorprendo dandome cuenta que yo no suelo usar esta ruta, estas gentes me parecen raras. Me siento nuevo. Creo que son personas que viven en las áreas semirurales de esta zona. Dentro del autobús está brillante, si fuera más delicado de la vista, me sentiría cegado. Pero afuera está oscuro, algunos focos pasajeros de casas de orilla de la carretera. Cada vez voy más cerca y debo estar pendiente de acercarme a la salida anticipadamente. Nunca había transitado por esta calle vieja a la capital tanto como ahora.
Me bajo sintiendome misterioso. Ninguna de estas personas se imaginan donde voy. Si salieran de su ensimismamiento y les interesara un poco saber, creo que se sentirían intrigadas por el lugar donde me bajo, o las cosas que haré con ella más tarde. Que cursi me vuelvo.
Los vecinos se están acostumbrando a mí. Antes se alarmaban al verme llegar. Nunca saludo a nadie porque tú no saludas a nadie excepto a una amiga tuya que casi nunca está en su casa.
Esta es una sensación extraña por ser nueva. Recibí un mensaje en el celular "Gracias por olvidarse de mi"
La luz de tu casa es amarilla. Todo es viejo, usado, no hay nada nuevo, excepto la minilaptop que la compañía de cable te dió como promoción. También las paredes están pintadas de amarillo por fuera. Veo la luz caer sobre la cortina, oigo rumor del televisor encendido. Subo las graditas y toco tu puerta. Espero unos segundos. Oigo tus últimos dos pasos, halas el pasador, tu rostro se asoma y me dices "¡Hola!", en ese tono alegre, de niña pequeña con alma vieja. De una niña pequeña que nació con una mirada grave, como con una preocupación, o con algo que no entiende y está esforzándose todo el tiempo por descifrar. Creo que en eso nos parecemos, no le damos a la realidad el mérito que dice merecer. O eso es lo que yo he concluído de eso que se mira en tus ojos: una carga, pides una explicación a ese enigma que ha desencadenado ese tren de pensamiento que no para, que todo lo atropella y que usualmente te deja exhausta y algo harta.
Paso adelante, saco lo que llevo en la mochila y lo dejo sobre la mesa: cuatro pedazos de pizza

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